lunes, 13 de febrero de 2012

Isaac.




Los buenos maestros son los que uno elije, los que por azares del destino terminaron entregando una porción de sí mismos para convertirla en una enseñanza, llámese moral o técnica. Uno nunca sabe lo que le hace falta.  

No lo voy a negar, la melancolía me trajo hasta acá.

                                         Para Isaac.


Hace algunos veranos caminábamos por la Purísima con la encomienda de tomar algunas fotografías de las que nos sintiéramos orgullosos, pues de otro modo sólo sería tarea.

Isaac andaba a buen ritmo con su cámara análoga colgada hasta la panza y una mochila verde que lo hacía verse enorme. Yo me perdía en nuestra conversación, que como siempre, resulta confusa. Sólo a veces, cuando lo veía levantar su cámara, de frente o reojo, recordaba que yo debía hacer lo mismo, acción suficientemente difícil, pues necesitaba concentración absoluta. La plática ya me tenía trabajando horas extras.

Resolvimos los problemas mundiales y terminamos el paseo. Mi cámara pedía a gritos treinta fotos más, mi conciencia lloraba por el trabajo incumplido y mi Isaac cerraba su mochila con tres rollos llenitos.

Algún día voy a ser como él, que va por ahí tomando recuerdos de nuestra plática en la purísima donde también cambiamos el sistema y compartimos cinco cigarros.


Hablar de Isaac es hablar de la calle, de la gente y del momento indicado. Del niño en el costal suspendido en el aire y mi piel chinita cuando lo veo. Del asombro y de no aguantarme las ganas de decirle ‘cabrón’ por tomar las fotos como uno debe –o quiere- hacerlo.

  

No hay comentarios:

Publicar un comentario